Esta mañana me ha tocado hablar sobre la neutralidad del intérprete. Uno, que se apunta a un bombardeo y le va la marcha.
Pues eso, que ha sido muy divertido hablar sobre la neutralidad del intérprete porque, para empezar, he estado hablando de algo que no existe, oigan. Pero si hay que hablar, se habla, y punto.
Miren, esto es muy sencillo. No hace falta ser un psicolingüista para darse cuenta de que las relaciones que se establecen entre significante y significado son propias, únicas e intrínsecas a cada lengua y, por ende, a cada cultura. Esto es algo que leí por primera vez a través de Grijelmo y, qué quieren que les diga, me dejó muerto. Se conoce que cuando alguien pronuncia una palabra, nuestra mente funciona como Google, es decir, que cuando pones una letra la mente te propone todas las entradas que tiene con esa letra. Poco a poco vas introduciendo más letras hasta que el campo de palabras susceptibles de ser la elegida se acota. Y al final sólo queda una.
La cosa es que todas las palabras que se activan, al no ser las elegidas, no vuelven al baúl de las palabras y ya está, no. Esto funciona como las bombillas, que se encienden, y, al apagarse, están calientes durante un rato. Por eso nuestro subconsciente encuentra “sexo” cuando decimos “deseo”, porque nuestro Google mental ha activado durante una millonésima de segundo esa palabra y “te deseo” tiene irremediablemente un matiz sexual del que nadie puede escapar.
Por eso cuando yo digo “y abrió los ojos como omóplatos” a mi interlocutor le hace gracia, porque, entre otras, la bombilla de la palabra plato se enciende y se apaga, pero se queda lo suficientemente caliente como para que yo establezca la relación entre plato y omóplato y en esa deformación consciente del lenguaje encuentre la intención humorística deseada. “Abrió los ojos como omóplatos” me hace, al menos, sonreír. “Abrió los ojos como puertas” no sólo no me hace gracia, sino que me hace pensar que mi interlocutor no conoce las particularidades de mi idioma.
Por eso las palabras significan, y evocan; y por eso ningún mensaje es cien por cien igual a su original. De ahí que la neutralidad del intérprete quede un pelín en entredicho, porque desde el momento de la elección léxica ya ha tomado partido, y no hay vuelta atrás.
A parte quedan ya las incursiones que de motu proprio el intérprete pueda hacer. Derry y Londonderry, dos nombres para la misma ciudad irlandesa con los que, al elegir, tomamos partido por una ideología política u otra. Decía Schlessinger que lo mismo pasaba con “setlement” en Israel: dos palabras, dos posturas políticas, un mismo concepto.
Además, ¿quién dijo que el intérprete tenga que ser siempre neutro? ¿Acaso si estamos acompañando a un cliente a Londres durante su primera visita no vamos a interpretarle más información que la que diga el interlocutor de forma puntual para ayudarle? Si le dicen: Go to Heatrow ¿no le vamos a decir: Vaya a Heathrow, que es el aeropuerto más grande de la ciudad.? ¿Es esa exégesis poco profesional? Hemos infringido la norma de la neutralidad y hemos tomado partido ¿somos mala gente?
Pues miren, yo creo que no. Para esto yo me remito a la funcionalidad y al sentido común: y el sentido común me dice que hay casos y casos. No generalicemos, señores, que las generalizaciones nunca fueron buenas
Dice mi jefe, en una interpretación de enlace que hice en junio, que le diga al francés que es un hijo de puta. Como lo oyen. En plan buenrrollismo. Y Roberto traduce todo menos lo del hijo de puta. Porque no. Porque el sentido común me dice que en la cultura francesa mi interlocutor no va a interpretar las palabras de mi jefe. Y una vez más violo lo de la neutralidad y me posiciono. Y ¿saben qué les digo? Que lo volvería a hacer. Y punto.
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